Ayer llegué temprano (concepto jurídico indeterminado) a
la estación de Cercanías, con 3 minutos de antelación al próximo tren, que me dejaría
al lado de la oficina exactamente con el tiempo suficiente de llegar a mi
primera reunión del día con cierta holgura. De pronto, cuando acerqué mi mano
al bolsillo donde llevo las tarjetas, ese conocido sentimiento de hundimiento
instantáneo se apoderó de mí. Allí donde debía haber un bulto cuadrado
conteniendo parte de mi vida diaria (tarjeta de transporte, tarjeta para
acceder a la oficina, tarjeta del cajero, tarjeta del colegio de abogados,
tarjeta de salud, tarjeta de puntos de Iberia, sello del Rey Juan Carlos que
desde hace años tengo que sacar para guardar en un sitio que no lo pierda,
tarjeta de ¿y para qué llevo esta tarjeta aquí si hace años que no la uso?...)
en fin, todo eso que resulta esencial en mi día a día y tenía que estar allí
bajo mi mano, no había nada. Tras palpar un par de veces con atención, como
atravesando la fase de negación que forma parte de cualquier duelo, me hice a
la idea y pasé a la fase de aceptación (como veréis, premature). Sí, no estaba allí. Debo reconocer que
no era un sentimiento nuevo, hace dos semanas me pasó lo mismo. Mi mente
inmediatamente repasó en 3 segundos el horror de las próximas horas: si vuelvo
a casa a por las tarjetas y regreso a la estación no llego a la reunión. Si
vuelvo a casa y me voy directamente en coche a la oficina no llego a la
reunión. Sólo me queda una opción, irme directamente a la reunión, y no pensaré
demasiado, al menos de momento, en que no tengo con qué pagar el parking, y confiar en que el
depósito que está marcando ya la reserva desde ayer se estire un poco y no me
deje tirado en plena carretera, al menos en el trayecto de ida!
Sé lo que estás pensando, ¿no llevas nada en metálico, ni siquiera para el tren? Te respondo claramente: no, normalmente no llevo ni para un café. Acabo de decir que mi vida está en eso que no llevaba.
He dicho bien, el sentimiento no era nuevo. Pero esta vez, por algún
motivo, me enfadé. Fase de ira, que me había saltado antes (no siempre las
fases del duelo se presentan ordenadas, pero sí hay que pasarlas todas). Me
enfadé enormemente. Y me enfadé por no tener un acceso a mi cuenta bancaria
vinculado a mi huella dactilar. ¿Por qué? ¿Por qué no tengo activada mi huella
dactilar para acceder al tren de Cercanías? ¿Por qué no puedo pagar un mísero
billete de tren con mi huella dactilar? ¿Por qué no puedo llegar a la
gasolinera y llenar el depósito y simplemente irme porque mi huella ha pagado
automáticamente mientras sujetaba el surtidor con la mano? ¿Por qué no tengo
una tarjeta de acceso al parking en mi dedo, y el acceso a la oficina también? ¿Por
qué no tengo la tarjeta de puntos del supermercado asociada a mi huella
dactilar?Sé lo que estás pensando, ¿no llevas nada en metálico, ni siquiera para el tren? Te respondo claramente: no, normalmente no llevo ni para un café. Acabo de decir que mi vida está en eso que no llevaba.
Bueno, reconozco que mi enfado comenzaba a rozar extremos
que no podía controlar (¿dónde pondría el sello de Juan Carlos si tuviera la
huella dactilar activada?), pero mi yo más profundo tomó una determinación. No
escatimaré en esfuerzos hasta conseguir recuperar el funcionamiento de mi
huella dactilar. Bueno, hasta conseguir que funcione algún día, pero me sentía
como si hubiera funcionado siempre y se me hubiera desactivado.
Cuando me calmé y entré en razón, en la fase definitiva de negociación
(desordenada, lo sé), me prometí a mí mismo no volver a dejarme el tarjetero en
casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Qué te ha parecido? ¿Tienes algún comentario?